viernes, 7 de junio de 2013

De este lado

- Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo. 
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
- ¿Estás seguro?
Asentí.
- Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Casa Tomada – J. Cortázar

Enamorarse en Floresta quizá no resulte la historia más romántica del mundo. De seguro, no se parecerá a las que cuentan las películas de Hollywood: ella, deprimida, va sola a ver la última comedia de Woody Allen y el boletero termina convirtiéndose en el amor de su vida. En este barrio ubicado al oeste de la Ciudad de Buenos Aires, de un tiempo a esta parte, ya no hay cines. El mítico Gran Rivadavia está cerrado. Tampoco hay teatros ni shoppings ni subtes. Ni siquiera un Café Starbucks en el que conversar con uno de sus simpáticos empleados. Si bien todavía conserva una zona, cerca del Estadio de All Boys, ocupada por casitas en pequeños pasajes, sus calles principales están plagadas de negocios que se extienden a diario, casi tan rápido como la sombra cuando se pone el sol.

Pero esto no siempre fue así. Si la avenida Avellaneda hablara tal vez interpondría una demanda por daños y perjuicios a los casi 40.000 habitantes de Floresta. Es que, claro: hacia 1950, la zona que va desde Mercedes hasta Cuenca (unas siete cuadras) y que hoy está abarrotada por un interminable paseo de negocios de ropa, antes convivía con la tranquilidad que las decenas de casonas antiguas transmitían. Una al lado de la otra dejaban entrever la posición social del barrio que desde hace más de ciento cincuenta años viene representando a la clase media del país. Ese tramo –ubicado todavía a tres cuadras de la estación del Ferrocarril Sarmiento y a cuatro de Rivadavia- estaba conectado por un tranvía, el 99, que muchos tomaban para llegar a la panadería El Globo, la más popular de la época. Hoy, el 99 es un colectivo que, con el 172, gobierna una avenida que supo conocer el sonido del silencio y que ya no huele a facturas recién horneadas.

Sábado. Diez y media de la mañana. Irene se levanta, se baña, baja hasta el supermercado chino que tiene a la vuelta de su casa, sobre Bahía Blanca, compra leche y café para desayunar y mira hacia la otra esquina, la que conecta con Avellaneda. Ve un tumulto de gente, cree que sucedió algo. Se acerca a paso ligero. En el trayecto, se cruza con varios grafitis vinculados a la cultura futbolística del barrio que hacen referencia al tercer aniversario del ascenso a Primera División de All Boys. Ya más cerca de la intersección de ambas calles, a unos pasos de la Plaza Vélez Sarsfield (bastión blanquinegro) y de la Parroquia Nuestra Señora de la Candelaria, se da cuenta de que no pasó nada. O, por lo menos, nada fuera de lo común. Miles de personas armadas con carritos recorren los cientos de comercios que ofrecen ropa –en su mayoría, de mujer- y que lo hacen a un precio casi descabellado.

Irene, que se mudó hace poco, no entiende. Había caminado varias veces por esas calles pero no había visto nunca tal masa indiferenciada de personas, ávida de gastar su dinero y llenar sus bolsas. Quizá le suceda eso porque no sabe que si bien los días de semana esta zona no es más que un humilde centro comercial, los sábados se vuelve intransitable: además de vender al por mayor, las tiendas también ofrecen su mercadería a precios minoristas y están abiertas sólo hasta las 13.

Irene se toma el 99 rumbo a casa de sus padres y, desde ahí arriba sólo ve hormigas. Hormigas que se chocan entre sí, que intentan transportar a cuestas hojas más pesadas que su propio cuerpo, que compiten por llevarse lo mejor, lo último de la temporada otoño/invierno, aun esas calzas flúo o esos largos sacones de lana, “para combatir el frío sin perder el estilo”, dice una vendedora.

Desde la última butaca, Irene mira su reloj. En 20 minutos el colectivo sólo ha hecho seis cuadras. Natural: el caos no entiende de delimitaciones. Las anchas veredas se convierten en caminos angostos ya que están plagadas de manteros, vendedores de pochoclos y garrapiñadas, percheros que sujetan prendas de la temporada pasada y una docena de africanos (al menos uno por cuadra) que venden joyería barata. Una parte del asfalto comienza a hacer las veces de una improvisada peatonal.

“Medias, tres por diez”, “¿Vendés por menor?”, “Bufandas, pañuelos, guantes, gorros, todo para el frío, compre”, “Permiso, señor, permiso”, “¿Están todo el día?”, “¿Cómo?” “Sólo por mayor”, “Garrapiñada, pochoclo, maní, café”, “¿Cuánto sale esta?”, “No, hasta las 13”, “25 por mayor, 30 por menor”. Preguntas, respuestas, ofertas, gritos, barullo. El ritual para comprar en Avellaneda es claro: te interesa, lo llevás. Nadie está ahí para convencer a nadie. El arte de la venta se transforma en un simple intercambio de productos por dinero: ningún empleado invertirá tiempo en insistir ni demostrar las ventajas de su mercadería. La irrefrenable demanda anula la persuasión. Avellaneda es el paseo de compras que menos tiene de paseo.

Irene vuelve a mirar por la ventana. Según los carteles, llegó a Nazca. Aunque el paisaje sigue siendo el mismo (un batallón de personas luchando por desatascar las ruedas de sus carritos de los baches de las aceras), ya está en Flores, barrio aledaño a Floresta pero que a esa altura, parece el mismo.

Da la sensación de que en esta zona de la Capital Federal los límites nunca interesaron demasiado. Si bien en 1972 se estableció que el barrio está comprendido por las calles Juan Agustín García, Joaquín V. González, Av. Gaona, Cuenca, Portela, Av. Directorio, Mariano Acosta y Segurola, que el Estadio Islas Malvinas de All Boys (club indiscutiblemente asociado a Floresta) esté en Monte Castro da cuenta de que la cultura dinamita cualquier orden municipal. Además, la mayoría de los que viven en los pequeños Villa Santa Rita (al noreste) o Vélez Sarsfield (al oeste) ni siquiera lo saben.

A la vuelta, ya de noche, Irene se toma el 172, que va por Aranguren. Esta calle paralela a la que, horas antes, había sido el escenario del horror, también cuenta con varias cuadras repletas de locales, ya cerrados. El chofer va lento: debe esquivar la cantidad de bolsas con telas y basura que están desparramadas y que son el resultado de una jornada de gran facturación. Una cuadra antes de llegar a su edificio, los negocios y los deshechos desaparecen. Irene respira un poco aliviada.

Baja del colectivo, cruza la calle, y la luz del 172 alumbra un cartel justo en la esquina, que llama su atención: “Vendido. Proyecto: Paseo de Compras”. Fotos de la próxima edificación empapelan el inmueble que supo ser una casa y que, en unos meses, se convertirá en cuatro negocios. El avance de la construcción de estos locales hacia adentro del barrio es imparable. Es casi una invasión consensuada: ofertas millonarias difíciles de rechazar por terrenos que a futuro producirán invaluables ganancias.

Irene se queda mirando un rato, camina unos cincuenta metros, abre la puerta principal del edificio y en el ascensor se encuentra con su marido. Pálida, le avisa: “Ya llegaron hasta la esquina. Tendremos que vivir de este lado”.

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